Hearst, o cómo se gestó la guerra de Cuba

William Randolph Hearst

Insaciable en sus ambiciones y falto de cualquier escrúpulo,William Random Hearst convirtió a los medios de comunicación en el cuarto poder, capaz de influir en la política, la opinión pública, los negocios e incluso en el devenir de la historia

(Reportaje publicado en la revista Historia y Vida, nún 489)

«Tú haz los dibujos, que yo pondré la guerra», le espetó William Random Hearst, que en aquel momento era uno de los magnates de la prensa más importantes de los Estados Unidos, a uno de sus dibujantes. Pocos días antes, lo había enviado a La Habana con la misión de que enviara material gráfico al New York Journal para ilustrar el conflicto que desde hacía algún tiempo se libraba en las páginas de aquel diario. Corría 1898, Cuba era entonces una colonia de la corona española y su sociedad se hallaba dividida entre quienes querían seguir perteneciendo a España y quienes deseaban la independencia, que habían comenzado a protagonizar revueltas.

Estados Unidos seguía de cerca los acontecimientos que se sucedían en la isla y, desde los diarios que controlaba Hearst, se hablaba de insurrecciones, de luchas encarnizadas; de campos de concentración en los que los las tropas españolas dejaban a los insurgente cubanos morir de hambre y de enfermedades; de inseguridad y de amenazas para los ciudadanos estadounidenses que se habitaban en la isla; así como otras historias exacerbadas y generosamente aderezadas con dosis de efectismo y morbosidad.

Y sin embargo, cuando el dibujante del New York Jounal desembarcó en la capital cubana no se encontró con la situación crispada que se explicaba en su diario. De hecho, no halló suceso alguno que retratar. Todo estaba tranquilo, en calma, por lo que, completamente estupefacto, envió un telegrama a Hearst pidiéndole permiso para regresar a Nueva York. Pocos días después, llegó la respuesta del magnate: «Yo hago las noticias». Y eso fue justamente lo que hizo: alimentó una guerra, un conflicto armado entre EEUU y España que acabaría con la obtención de la independencia de la isla y que supondría el fin de la hegemonía española sobre las últimas colonias que poseía en Asia y América, que pasarían a estar bajo dominio de los Estados Unidos.

Con aquella guerra, Hearst demostró por primera vez el poder de la prensa, capaz de influir en el destino de la política y de los negocios. Era un personaje controvertido, capaz de dejar a un lado los escrúpulos con tal de vender más diarios; de alterar hechos, maquillarlos para que resultaran más escandalosos y truculentos, e incluso de provocarlos para que su diario fuera el primero en publicarlos. Imprimía a las noticias un estilo sensacionalista acusado y apostaba por temas que tenían que ver con crímenes, sucesos e historias pseudocientíficas, que a menudo acompañaba de periodismo de investigación al total servicio de su ideología y ambiciones políticas.

Por el sesgo de sus diarios y sus artículos, lo acusaron de xenofobia y de estar contra las minorías; de apoyar al gobierno nazi y de preparar el camino para la caza de brujas. Pero, lo cierto es que Hearst, en tan sólo tres décadas, consiguió revolucionar la manera de hacer y de consumir periodismo; construyó un vasto imperio de medios de comunicación, el más grande monopolio de todos los tiempos, desde el que tripulaba, en buena medida, el curso de la historia. Y muchos de los diarios y revistas que creó siguen existiendo hoy en día y gozan de gran popularidad y prestigio.

Una deuda de juego

A William Randolph Hearst la fortuna le sonrió incluso antes de nacer. Vino al mundo el 29 de abril de 1863, en San Francisco, en el seno de una familia multimillonaria que había conseguido amasar una gran fortuna gracias a negocios en minería, industria maderera y ganadería. El joven Hearst quería ser periodista por lo que comenzó sus estudios en Harvard. Al cabo de dos años, lo expulsaron y entonces empezó a trabajar de aprendiz de reportero en el Boston Globe y, luego, en el New York Globe, ambos propiedad de Joseph Pulitzer, que en aquel momento era el magnate de la prensa más importante de los Estados Unidos. Hearst admiraba la manera de hacer periodismo de Pulitzer; se sentía atraído por su manera de explicar historias, con toques de sensacionalismo; por su manera de mezclar información política y social de enorme calado, de manera que conseguía aumentar el interés del lector y, por tanto, la venta de diarios.

Pero su aprendizaje duró poco. Mientras trabajaba a las órdenes de Pulitzer, en 1887, y con tan sólo 23 años de edad, se convirtió en director de su propio diario. Su padre había ganado el San Francisco Examiner como pago de una apuesta de juego y Hearst se empeñó en convertirlo en el «Rey de los diarios». Como no le faltaban recursos económicos, compró el mejor equipo posible y contrató a los mejores periodistas, los que tenían mayor talento del momento. Se inspiró en el tipo de periodismo que hacía Pulitzer y aplicó en su recién adquirido diario una mezcla de reporterismo de investigación aderezado con dosis generosas de morbo. Le gustaba publicar historias de corrupción municipal y financiera e, incluso, a menudo atacaba empresas en las que su propia familia tenía intereses. No sólo jugó con el contenido, sino también con la forma; se dedicó a experimentar con los recursos visuales que le ofrecía el diario, como las fotografías y los titulares, que convirtió en una especie de escaparate de contenidos. Y en pocos años, logró aumentar de forma espectacular la tirada del diario y hacerse con el mercado de San Francisco.

Poco después, en 1895, con ayuda de su madre, Hearst compró el New York Morning Journal, que en aquel momento atravesaba una situación crítica, y con aquella operación comenzó una escalada periodística que lo llevó a poseer el mayor monopolio de medios de comunicación de todos los tiempos: 28 diarios, 18 revistas -entre ellas Cosmopolitan y National Geographic-, además de agencias de noticias, cadenas de radio y productoras cinematográficas. Además, amasó una gran fortuna con la que tenía fama de dedicarse a comprar compulsivamente palacios, ranchos y obras de arte -que, a menudo, ni tan sólo salían de sus envoltorios-, como el Monasterio Cistercense de Santa María de Óvila, en Guadalajara, que envió piedra a piedra a su país natal.

La adquisición del Journal no fue una compra más, sino un movimiento estratégico que supuso el inicio de una contienda abierta con Pulitzer por hacerse con el control del mercado estadounidense. Hearst conocía a la perfección los métodos de quien había sido años atrás su mentor, puesto que los había estudiado durante mucho tiempo cuidadosamente, y decidió que haría probar al hasta aquel entonces gran magnate de la prensa norteamericana un poco de su propia medicina; una de las prácticas habituales de Pulitzer era robar a los mejores periodistas de sus competidores y eso fue justamente lo que hizo Hearst. Para el Journal, contrató los servicios de articulistas muy populares en aquel momento y se hizo con algunos de los periodistas más afamados de Pulitzer, como Richard F. Outcault, el inventor de los cómics de color. Para evitar la fuga de sus redactores, tentados económicamente continuamente por Hearst, que les ofrecía el doble de sus sueldos, Pulitzer se veía obligado a desembolsar grandes sumas de dinero.

Para acabar de rematar la situación, la situación financiera del World se vio agraviada con una guerra de precios. Ante la presión que ejercía Hearst con el Journal, Pulitzer decidió bajar su diario a 5 centavos, sin intuir que aquella jugada acabaría volviéndose en su contra: no sólo no afectó a las ventas del Journal, que respondió reduciendo el precio a 1 centavo y obtuvo niveles de ventas sin precedentes, sino que, lo que es peor, aquella medida repercutió en los ingresos del World, que cayeron en picado. Así es que, y sin que Pulitzer pudiera hacer nada para evitarlo, al año de empezar, el Journal ya se había convertido en el segundo diario más leído de Nueva York.

Y sin embargo, Hearst no estaba satisfecho. Quería desbancar por completo a Pulitzer de su trono al frente de la prensa estadounidense, deshacerse de él. Y fue entonces cuando se le presentó una ocasión excelente para conseguirlo, Cuba.

La guerra inventada

A finales del siglo XIX, las relaciones entre Estados Unidos y España eran crispadas a causa de la posesión de Cuba, que en aquel entonces estaba bajo el mandato de la corona española. El clima que reinaba en la isla era tenso y se sucedían las revueltas por conseguir la independencia. Tanto Pulitzer como Hearst vieron en aquella situación un filón para aumentar la tirada de sus respectivos diarios y comenzaron a publicar páginas y páginas con historias sobre la insurrección cubana, exagerando sobre manera las demandas de los isleños para conseguir así reportajes más sensacionalistas; incluso publicaban morbosas imágenes trucadas de las tropas españolas metiendo a los disidentes en campos de concentración, castigándolos, o dejándolos morir de inanición.

Aquellas historias alimentaban el clima de tensión que se vivía en Estados Unidos y enturbiaba aún más las relaciones con España. La prensa de ambos países emprendió fuertes campañas de desprestigio. En EEUU, se subrayaba la valentía de los héroes cubanos, a los que se mostraba como unos libertadores luchando por liberarse del yugo español. Y, a su vez, los diarios españoles acusaban a los EEUU de querer anexionarse la isla. La opinión pública norteamericana se sentía atraída por las historias truculentas que publicaban Pulitzer y Hearst y se lanzaban a comprar más diarios, lo que, a su vez, animaba aún más a los dos magnates a continuar apostando por el sensacionalismo.

Pero, sin duda, fue Hearst quien tuvo un papel esencial a la hora de encender y avivar las intenciones de los americanos de ir a la guerra contra España. Por ejemplo, llegó a publicar un reportaje sobre un desvalido civil americano que había sido encarcelado sin juicio alguno y afirmaba que ningún ciudadano de los EEUU estaba seguro en Cuba bajo mandato español. Con aquella historia, Hearst obtuvo una venta récord del Journal. No fue la única locura que cometió. La competencia entre él y Pulitzer era tan feroz que incluso llegaron a sacar 40 ediciones en un día para intentar vender más diarios. Y a pesar de que aquel despliegue informativo le costaba una verdadera fortuna, al menos Hearst pronto comenzó a ver los réditos: el Journal se había convertido en el diario más leído de Nueva York.

A pesar de su éxito, no se sentía satisfecho y decidió trasladar el diario a Cuba. Así es que fletó un barco equipado con oficinas, equipo para imprimir y una habitación oscura, que incluso llegó a la isla antes que las tropas de refuerzo norteamericanas. Desde allí, dirigió a su propio ejército de reporteros e incluso realizó él mismo alguna crónica. Y tras varios años de artículos sobre la situación en Cuba, el destino le brindó a Hearst la oportunidad de poner el colofón a aquella historia.

El hundimiento del Maine

El 15 de febrero de 1989 a las 21.40 una explosión iluminó el puerto de La Habana e hizo saltar por los aires al buque Maine. De los 335 tripulantes, murieron 256. El resto de hombres no se encontraba en aquel momento a bordo. El desconcierto era total y los periodistas -incluidos los del Journal- recomendaban abordar la cuestión con extrema cautela y prudencia a la hora de especular la causa del desastre. El clima de tensión entre Estados Unidos y España era muy elevado y la opinión pública norteamericana estaba inflamada tras años de leer historias hinchadas.

Pero Hearst tenía otra idea en la cabeza. Tras enterarse de la explosión, rápidamente llamó al director de aquel momento del Journal y le preguntó por las noticias que pensaba publicar al día siguiente en primera página, a lo que aquel respondió que «las importantes». Aquella respuesta provocó un ataque de cólera en Hearst, que le espetó que no había ninguna otra noticia importante a parte de aquella, que «significaba guerra». Al día siguiente, el Journal publicaba el siguiente titular: «El barco de guerra Maine partido por la mitad por un artefacto infernal secreto del enemigo». Y dos días después, «¿Guerra? ¡Seguro!» con los que fue caldeando aún más los ánimos de los estadounidenses. Presentó aquella tragedia como un ataque español contra una misión de buena voluntad de EEUU, lo que enfervorizó a las multitudes y empujó a los Estados Unidos a la guerra.

Hasta aquel momento, nunca antes se había producido una mentira y un tratamiento tan poco riguroso de la información como hizo Hearst de aquel conflicto de 1898. Para el magnate de la prensa, todo valía con tal de que conviniera a los supuestos intereses del pueblo americano y, claro está, se tradujera en un aumento considerable de ejemplares vendidos. Aquella fue la primera vez que la prensa logró inventarse una guerra, que, para España, supuso el fin de su hegemonía y la pérdida de las últimas colonias de ultramar.

El magnate de la prensa

Aquella contienda bélica fue una victoria para Hearst y también impulsó el despegue de los EEUU. Hacia 1918, aquel país se habían consolidado como una potencia mundial de primer orden y Hearst como el más influyente empresario de medios de comunicación del país: uno de cada cuatro lectores se informaban a través de alguna de sus publicaciones. No conforme con esto, también quiso hacer carrera política y utilizó sus diarios para entrar en ciudades como Chicago, Los Angeles o Boston. Abría o compraba rotativos repartidos por todos el territorio de los EEUU y, a mediados de la década de los años 20, ya tenía una cadena de 28 periódicos, entre ellos algunos tan influyentes como el Detroit Times, o el Washington Times, además de conservar su buque insignia, el San Francisco Examiner.

En 1924 abrió el New York Daily Mirror, un tabloide que imitaba abiertamente al New York Daily News, además se hizo con un par de agencias de noticias, la Universal News y International News Service; una compañía de cine, numerosos inmuebles en Nueva York y miles de acres de tierras en California y México, además de intereses en minería y en la industria maderera. Fue también un visionario que promocionó a articulistas, escritores y dibujantes, como es el caso de George Harriman, quien inventó la tira cómica Krazy Kat que, aunque en aquella época no fue especialmente popular, hoy se considera un clásico.

Hearst también emprendió empresas de otra índole. En 1929, dos meses antes de que se produjera el crack bursátil que sumiría a los Estados Unidos en la Gran Depresión, patrocinó el primer vuelo alrededor del mundo en un dirigible, el LZ127 Graf Zeppelin. A bordo de aquella nave viajaban un fotógrafo y varios articulistas a las órdenes de Hearst, entre los cuales estaba Grace Marguerite Hay Drummond, que por esa aventura se convirtió en la primera mujer en volar alrededor del mundo.

No obstante, pronto se acabarían los tiempos de bonanza, también para Hearst. Tras fracasar todas sus ambiciones políticas de resultar elegido gobernador del estado de Nueva York, así como alcalde de la Gran Ciudad, decidió retirarse a una mansión construida por él mismo, el Hearst Castle, cerca de San Simeon, en California, en una colina que miraba al Océano Pacífico y que había bautizado como «La Cuesta Encantada». Desde allí se dedicó a dirigir su imperio periodístico, además de escribir guiones y producir películas para su amante, la actriz Marion Davis. La Gran Depresión así como la impopularidad de sus convicciones políticas -se manifestó abiertamente contrario a la entrada de los Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial, así como a su ingreso en la Sociedad de Naciones- redujeron considerablemente su influencia y su futuro hasta el punto de que pasó los últimos años de su vida en total reclusión.

Además, el colapso económico le costó el control de sus posesiones. Los diarios no eran rentables por sí mismos y generaban enormes pérdidas que Hearst intentaba sufragar con los beneficios que obtenía de sus otras empresa. Sin embargo, la debacle de Wall Street hizo que su vasto imperio se tambaleara de tal manera que, incapaz de solventar las deudas pendientes, tuvo que comenzar a vender diarios y otras propiedades; se vio obligado a cerrar la productora cinematográfica que poseía y comenzó a deshacerse de las obras de arte y las antigüedades que desde hacía años coleccionaba. Y, a pesar de que la Segunda Guerra Mundial restauró los ingresos por tirada y publicidad de la prensa, los días de vino y rosas de Hearst habían acabado. Murió de un ataque al corazón en 1951, a la edad de 88 años, en Beverly Hills (California).

Poco después, la influyente revista The New Yorker publicaba una nota necrológica en la que, con cierta ironía, concluía que la mejor contribución que Hearst había hecho al periodismo había sido demostrar que un neófito en el mundo del periodismo era capaz, usando el dinero como si fuera una porra, de hacer lo que quisiera en el mundo del periodismo y que sólo una riqueza comparable a la suya podía hacerle frente. La Corporation Hearst continúa existiendo hoy en día y es un conglomerado de medios de comunicación privados en Nueva York.

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6 Respuestas a “Hearst, o cómo se gestó la guerra de Cuba

  1. Muy interesante este artículo. Ya hace algun tiempo leí un libro sobre la Guerra de Cuba, y ahora estoy leyendo otro sobre Hearst. Desde luego, es impresionante hasta dónde puede llegar la ambición y las ansias de poder de algunas personas.
    A veces me pregunto qué hubiese ocurrido de haber ganado España esa guerra. Hubiese sido quizas una ruina para los Estados Unidos y un descrédito monumental para Hearst y Pulitzer.

  2. Pues ahora tenemos a una de las nietas ,de este cabron,paseandose por nuestro pais de la mano de un señorito español,que no paga a sus empleados .Los genes ,de los malos bichos,se juntan para seguir depredando a la humanidad

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