Cocinar nos hizo humanos

Somos lo que somos porque aprendimos a cocinar. La preparación de los alimentos fue esencial en la evolución de la especie. Nos dotó de un cerebro mayor y contribuyó al desarrollo de sociedades complejas.

(reportaje publicado en el suplemento ES, de La Vanguardia)

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Esta noche los amigos van a cenar en casa, porque hay una celebración. Así que, de vuelta del trabajo, pasa por el mercado lista en mano y compra todo lo necesario. Lleva días pensando qué les va a preparar: para comenzar, un milhojas de foie caramelizado, con manzana y reducción de Pedro Ximénez, sobre una rebanada de pan de naranja y chocolate. A continuación, lubina al horno asada a la sal, con especias y patatas panadera. Y de postre, una crema catalana casera.

Puede que a más de uno se le haga ya la boca agua sólo con leer el menú. Reconozcámoslo: nos encanta comer (bien). Para la mayoría constituye un verdadero placer. Y, además, es un acto que nos gusta compartir. De ahí que la mayoría de las celebraciones y festejos pasen por los fogones: cumpleaños, bodas, Navidad. Nos sentamos a la mesa con los amigos, con la familia, con la pareja, con los compañeros de trabajo. Y charlamos y reímos mientras degustamos platos.

La cocina es un rasgo distintivo y único de la especie humana. Ningún otro animal tiene capacidad intelectual para prepararse ni tan sólo un filete a la parrilla –lógicamente, tampoco su anatomía se lo permitiría en la mayoría de los casos–. Y, sin embargo, al contrario de lo que podríamos pensar, cocinar no es para nada un invento moderno, sino que tiene cientos de miles de años, como también el acto de reunirse alrededor de unos buenos manjares.

De hecho, cocinar podría ser incluso anterior a la humanidad. Existe una hipótesis científica novedosa que defiende que el arte de preparar la comida fue el detonante que nos hizo abandonar definitivamente a nuestros antepasados simios y convertirnos en personas. Y no sólo eso, sino que además, cocinar impulsó el desarrollo de sociedades complejas. «Nuestra capacidad para mejorar el consumo y aprovechar los alimentos es la clave para entender el salto evolutivo que nos separó del resto de los simios», afirma el primatólogo y profesor de Antropología Biológica de la Universidad de Harvard, Richard Wrangham. «No somos lo que comemos, sino el cómo lo comemos».

Cambiando de dieta

Hasta ahora, la idea más aceptada entre la comunidad científica era que la incorporación de carne cruda a la dieta de nuestros antepasados homínidos había permitido el cambio evolutivo en la especie humana. Hace unos siete millones de años, los simios dejaron de vivir en los árboles para hacerlo en la sabana, debido a que las condiciones climáticas se modificaron y los árboles comenzaron a escasear. Aquellos individuos llevaban una dieta a base de frutos, tallos, hojas, ciertos granos y semillas e insectos, es decir, alimentos que les aportaban pocas calorías, por lo que tenían que invertir la mayor parte de su tiempo en buscar comida si querían sobrevivir.

El primer gran cambio en la alimentación se produjo cuando descubrieron lo que había bajo el suelo –seguramente de forma accidental excavando con algún palo–: los tubérculos y rizomas, verdaderas bombas energéticas, cuenta Eduardo Angulo, biólogo celular y profesor de la Universidad del País Vasco, autor de El animal que cocina. Gastronomía para homínidos (451 Editores, 2009). «Aquello fue un salto importante, porque podían obtener más energía, lo que les aseguraba un éxito reproductivo mayor y su supervivencia».

El siguiente gran paso, defiende el paleontólogo Juan Luis Arsuaga, codirector del yacimiento de Atapuerca, se produjo con el hallazgo del tuétano de los huesos, lleno de células de sangre y muy rico en calorías. Quizás, un australopiteco, el primero de nuestros antepasados que fue capaz de andar sobre sus dos piernas, en África, golpeó por azar con una piedra el hueso de algún animal muerto, lo que hizo salir el tuétano. Lo chupó y le gustó.

No obstante, esa dieta a base de plantas, tubérculos e insectos hacía que aquellos primeros homínidos tuvieran un sistema digestivo enorme, con unos intestinos larguísimos, que necesitaba estar muy irrigado con sangre, que acaparaba casi por completo el sistema nervioso y que los obligaba a destinar la mayor parte de su energía a la alimentación. El aparato digestivo resultaba extremadamente costoso en términos de recursos e impedía que se desarrollaran otros órganos, como el cerebro. Y también consumía mucho tiempo. Apenas podían hacer otra cosa a lo largo del día que no fuera buscar comida y comer.

Todo eso empezaría a cambiar con la incorporación a la dieta de la carne cruda. Fue toda una revolución, porque la carne «es mucho más cercana a nosotros, que estamos hechos de músculos, que las plantas, y más fácil de digerir que estas. Aporta muchas más calorías por gramo que los vegetales. Fue un cambio importantísimo, porque eso hizo que pudiéramos tener un tubo digestivo más corto, que gastara menos energía, y esa energía se empezó a destinar a otras partes del cuerpo, sobre todo al cerebro», explica Angulo.

«Los homínidos comenzaron a cambiar su dieta casi exclusivamente vegetariana por otra con más contenido en proteínas y grasas de origen animal e iniciamos un proceso para lograr una inteligencia cada vezmayor y única entre los primates», afirma José María Bermúdez de Castro, paleoantropólogo y codirector del yacimiento de Atapuerca, autor del libro Hijos de un tiempo perdido: la búsqueda de nuestros orígenes (Ed. Crítica, 2004). «Comer carne no nos hizo más inteligentes, pero para conseguir esta fuente de energía tuvimos que tener unas capacidades intelectivas que no necesitaban los australopitecos», añade.

Este cambio en la dieta tuvo repercusiones fisiológicas en los homínidos: el tubo digestivo comenzó a recortarse, puesto que ya no se necesitaba un aparato tan largo y complejo para digerir los vegetales. De esta manera, el cuerpo ahorraba energía que se podía emplear en el desarrollo del otros órganos. Así, conforme el aparato digestivo iba menguando, el cerebro iba creciendo. El Homo erectus, que apareció hace 1,8 millones de años, ya tenía un 42% más de capacidad craneal que el Homo habilis, que habitaba la Tierra desde hacía 100.000 años antes. Pero la carne no sólo supuso cerebros más grandes, sino que también puso punto final a la necesidad de estar todo el día comiendo para mantener los niveles de energía necesarios. Y eso les dejó tiempo libre para empezar a relacionarse más con sus compañeros e incluso intimar más y tener más hijos.

¿La cocina nos hizo humanos? Sin embargo, para el primatólogo de Harvard Richard Wrangham y otros investigadores, la última vuelta de tuerca, la decisiva, fue el hecho de que nuestros antepasados empezaran a cocer la carne. Porque eso la hacía más digerible y se liberaba aún más energía que se podía destinar, entre otras cosas, al cerebro. Según este investigador, el Homo erectus (aparece hace 1,8 millones de años) ya pasaba los tubérculos por el fuego y transformaba otras plantas, aunque de forma rudimentaria.

La idea de que cocinar nos hizo humanos se le ocurrió a Wrangham una tarde de otoño de 1997, mientras estaba sentado frente a la lumbre en su casa. Entonces, recordó la comida que engullían los simios que estudiaba desde hacía años y cómo tardaban horas en devorar la carne y las verduras crudas y otras tantas en digerirlas. Pensó en la gran diferencia que supondría para ellos si pudieran cocinar: los alimentos serían mucho más digeribles y destinarían menos tiempo y energía al acto de comer. Y entonces se le encendió la bombilla: ¿y si lo que había propiciado el último gran salto evolutivo, lo que nos había convertido en seres humanos, fue, justamente, la cocina?, se preguntó. Y comenzó a investigar.

Realizó varios experimentos, uno de ellos con serpientes pitones. Primero les dio carne cruda, sin procesar, y midió su índice metabólico. Vio que aquellos reptiles necesitaban hacer trabajar el estómago bastante para digerirla. A continuación, les ofreció carne triturada y vio cómo el índice metabólico bajaba. Lo mismo ocurría con otros animales, como el chimpancé, que debía dedicar cinco o seis horas para comer y digerir carne cruda, y, en cambio, apenas dos o tres cuando estaba procesada.

Y quizás eso fue también lo que les pasaba a nuestros antepasados. Al pasar la carne por el fuego, a unos 60 o 70ºC, se derrite el sistema conjuntivo, lo que reduce al mínimo la fuerza que hay que hacer para cortarla y masticarla. Lo mismo ocurre con los vegetales: no es lo mismo hincarle el diente a una patata cruda que a una frita o hervida. Cocinar rompe las células de los alimentos, lo que hace que nuestros estómagos tengan menos trabajo para liberar los nutrientes que el cuerpo necesita. Es como una especie de predigestión.

«El uso del fuego para tratar los alimentos es muy antiguo. Seguramente, cuando se producía algún incendio en el bosque, primero huían pero luego volvían al escenario para aprovechar la carne de los animales que se habían quemado. Nuestros antepasados eran bastante carroñeros», considera Angulo. Pero en aquel entonces aún no sabían ni conservar el fuego para poder usarlo rutinariamente ni encenderlo; para ello, tuvieron que pasar millones de años. Y es alrededor de este segundo fuego, el intencionado, donde ahora los científicos creen que apareció el Homo sapiens. Es decir, nosotros.

Sin embargo, la teoría de Wrangham resulta controvertida entre la comunidad científica. Antropólogos, arqueólogos y paleontólogos afirman que es errónea porque, hasta el momento, no se ha podido comprobar de ninguna manera que nuestros ancestros controlaran el fuego desde hace tanto tiempo como para poder asar los alimentos, según sostiene este primatólogo de Harvard. Los restos más antiguos de cenizas de que se tiene constancia tienen alrededor de 790.000 años y están en un yacimiento israelí, Benot Ya»aqov. De ahí que la mayoría de los investigadores opine que la cocina surgió hace sólo 500.000 años. En cambio, Wrangham defiende que el Homo erectus, de hace 1,8 millones de años, ya asaba los alimentos, y alega que es realmente difícil detectar la arqueología del fuego, por lo que hace caso omiso a estas críticas a su teoría.

Somos como comemos Preparar los alimentos produjo una serie de cambios en el organismo y la fisonomía de los primeros homínidos. Para empezar, como les costaba menos masticar y digerir la carne cocinada, empleaban menos energía y las calorías sobrantes les servían para, por ejemplo, tener un mejor sistema inmune, poder caminar mayores distancias, dedicarse a engendrar más crías y que estas fueran más fuertes. A su vez, las crías podían pasar de alimentarse de la leche materna a comer verduras y carnes cocinadas más fácilmente, lo que liberaba antes a sus madres, que, de esta manera, podían iniciar de nuevo el ciclo reproductivo.

El aprender a manipular y preparar los alimentos comportó cambios físicos. Los dientes se hicieron más pequeños, así como la caja torácica, que ya no debía albergar unos intestinos enormes. No obstante, los cambios más importantes se produjeron en nuestra materia gris. El cerebro aumentó de volumen, llegó hasta el 1,4 kg de peso actual y se convirtió en el más grande del reino animal en relación con nuestro tamaño.

Los fogones, además, permitieron que el tiempo que aquellos homos destinaban antes a devorar la carne y las verduras crudas lo pudieran emplear en cazar, en montar mejores campamentos y en dedicarse a otros quehaceres, como por ejemplo, trabar relación con el vecino y empezar a socializarse. Y es que, de no cocinar, tendríamos que pasar una media de cinco horas ingiriendo comida cada día para poder extraer las calorías que nuestro organismo necesitaría para sobrevivir. Y nos pasaríamos nada menos que unas seis horas digiriendo. Eso nos dejaría bien poco tiempo para trabajar, dormir, estar con la familia o ir al cine.

Para Eduardo Angulo, investigador de la Universidad del País Vasco, la cocina, además, obligó a ejercitar el intelecto en otro sentido, puesto que cocinar supone planificar la recolección o captura del alimento, conservarlo, decidir si se da más o menos alimento a los niños, o si a los ancianos les tocan las piezas más tiernas. Las tareas relacionadas con la preparación de los alimentos comenzaron a diferenciar los roles de hombres y mujeres –una diferenciación que ahora la sociedad trata de corregir–: mientras ellos se dedicaban a la caza, ellas guardaban la comida y la preparaban.

Es más, cocinar, ahumar o preparar los alimentos para conservarlos era un trabajo en equipo, por lo que ayudaba a establecer mayores lazos entre los miembros del grupo. Y en ocasiones, se utilizaba como reclamo para el sexo. De ahí que algunos paleoantropólogos opinen que la cocina nos convirtió en la especie inteligente y sexual que somos.

 

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¿Uno o dos terrones de azúcar?

Hay quien se toma el café con una cucharada de azúcar, otros necesitan dos o tres. Hay quienes prefieren desayunar salado, otros dulce. En India o en México, les encanta el picante. Los sabores regulan nuestros gustos, nuestra alimentación y nuestra salud. Tienen mucho de cultural, pero también de genética. Y es que poder detectar si algo es dulce o amargo, y sentir rechazo hacia ese sabor, ha sido clave para nuestra supervivencia.

Así, por ejemplo, que nos gusten los dulces se relaciona con la búsqueda de alimentos con muchas calorías, necesarias ante un esfuerzo. Y que nos chiflen las palomitas, las pipas o las patatas fritas se explica por la necesidad del organismo de ingerir ciertas cantidades de sales minerales.

Desde hace algunos años, la ciencia estudia las relaciones entre nuestros genes y el sabor. Es así como han hallado que, en general, a los seres humanos nos producen rechazo las cosas amargas, aunque el umbral varía de persona a persona. En el Centro de Regulación Genómica de Barcelona, Xavier Estivill dirige un estudio sobre la genética de lo amargo. Es el sabor que más variabilidad entre personas presenta y se transmite de padres a hijos.

En África es donde menos se tolera, mientras que en Europa lo hace un 30% de la población. Y tiene lógica. Seguramente, ser más reacios a comer alimentos que amargan fue una ventaja evolutiva. Muchos venenos y sustancias dañinas son amargas, así que quienes detectaban antes ese sabor estaban mejor adaptados; y quienes lo hacían menos tenían más números de intoxicarse y quizás morir.

Tecnología primitiva

Cuando pensamos en tecnología aplicada a los alimentos nos viene a la cabeza el Rotabal o el Roner, los aparejos con pinta de complicados que vemos de un tiempo a esta parte en la cocina de los grandes chefs con los que preparan cosas sofisticadas. No obstante, la tecnología gastronómica es muy muy antigua.

Los cuchillos y morteros hallados procedentes del paleolítico son los primeros instrumentos de cocina que se conservan y de los que se tiene constancia. Se trataba de herramientas, cuenta Toni Massanés, director de la Fundación Alicia (ALImentación y cienCIA), que permitían manipular y transformar los alimentos. Son la primera manifestación de comportamiento cultural complejo del ser humano que se conoce.

La primera muestra de inteligencia, puesto que con ellos nuestros antecesores resolvían cómo convertir un objeto no comestible en comestible. «Hago una cosa que me servirá para preparar aquella otra. Eso implica que estoy previendo el futuro y es un pensamiento de cierta complejidad», indica Massanés.

 

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