Ponerse en los zapatos del otro. El poder de la empatía

A pesar de ser una cualidad intrínsecamente humana, hasta hace apenas una década la neurociencia no había estudiado la empatía. Hoy científicos de todo el mundo tratan de descifrar este mecanismo por el que somos capaces de  interpretar los sentimientos y acciones del otro. El interés es teórico pero también práctico: comprenderla mejor puede permitirnos fomentar conductas más empáticas y tal vez compasivas en la sociedad.

(Este reportaje se publicó el domingo 6 de julio de 2014 en el Magazine, de La Vanguardia)

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Una tarde cualquiera, en un piso en el barrio de Gracia, en Barcelona, Miguel comienza a preparar la cena en la cocina. Junto a él, sentada en su sillita está su hija Irene, un bebé de seis meses que juguetea con un sonajero. Está absorto cortando unas verduras y pensando en el trabajo que aún le queda por hacer esa noche cuando los gimoteos de la niña lo devuelven a la cocina. “Irene, ¿qué pasa?”. Y al girarse la descubre alargando el brazo y tratando de agarrar el biberón con agua que está sobre la mesa. Miguel lo coge y se lo acerca; entonces la niña lo mira satisfecha.

Algo parecido ocurre nada menos que a 12.000 km de allí, en un laboratorio de Tokyo. Aunque en esta ocasión, en lugar de padre e hija, son dos robots con forma humanoide los que representan la escena. Están situados uno frente a otro y en un momento dado uno alarga el brazo y mueve lentamente la mano, como si quisiera coger algo. Su compañero lo mira atento y su cerebro de cables y chips trata de descifrar esa acción.

Luc Steels observa detenidamente esta escena a través de su ordenador y entonces señala la pantalla y exclama: “Es realmente fascinante lo que podemos llegar a hacer los seres humanos. Interactuamos unos con otros y nos entendemos, ¡incluso sin hablar! De hecho, con el lenguaje decimos realmente muy poco, la mayor parte de la información proviene del contexto y de que somos capaces de predecir lo que otros deben querer. Que el padre le dé al bebé el biberón es porque ha sabido interpretar la situación y su necesidad. Y es un ejemplo de lo que intentamos entender usando robots como estos”.

Steels es uno de los mayores expertos en inteligencia artificial del mundo. Es el padre del popular perrito robot Aibo, de Sony, y desde su despacho en el Instituto de Biología Evolutiva (CSIC-UPF) en Barcelona, colabora con otros centros repartidos por el mundo con el objetivo de tratar de dotar de inteligencia a las máquinas para que algún día puedan llegar a convivir con nosotros de verdad.

“Queremos que los robots aprendan a ser empáticos”, afirma Steels y ante la mirada atónita de quien escucha rápidamente matiza que aunque generalmente solemos usar el concepto “empatía” asociado a un valor emocional, se puede emplear de una forma más amplia, en referencia a ser capaces de interpretar la necesidad del otro.

“Cuando vemos a alguien llorar o nos cuentan que la madre de un amigo está muy enferma, nos ponemos en la situación de aquella persona y nos sentimos afligidos debido a nuestra habilidad empática. Ese proceso es muy similar al de la niña que trata de coger algo sin éxito y el padre la ve y ayuda. En el fondo tiene que ver con la memoria, con saber entender qué quiere el otro y predecir qué pasará”, explica.

Con su equipo de investigadores, Steel usa los robots como modelo para comprender esa empatía. Porque, asegura, será la única forma de que algún día podamos usarlas en situaciones en que tengan que interactuar inteligentemente con humanos, como en operaciones de rescate en catástrofes. “Imagínate lo útiles que hubieran sido en Fukushima o en las operaciones de rescate del ferry de Corea del Sur que naufragó. Pero por desgracia aún no están preparados”. 

Cambiando de piel

Luc Steels es uno de los numerosos científicos que en todo el mundo actualmente investigan la empatía, esta habilidad instintiva que poseemos las personas para meternos en los zapatos del prójimo. Él lo hace desde la robótica, mientras que otros se aproximan desde la genética, la biología, la psicología cognitiva y social. Y todos tratan de entender mejor esta dimensión que, como apuntan, tal vez sea una de las características que nos definen como seres humanos.

Gracias a ella somos capaces de tender puentes para arribar al territorio de los sentimientos del otro; de relacionarnos, de convivir en grupo. Seguramente, sin esta habilidad no hubiéramos sobrevivido para contarlo y nos hubiéramos extinguido hace ya tiempo, o tal vez ni hubiéramos salido de África. Y curiosamente, a pesar de ser una característica intrínsecamente humana, durante mucho tiempo estuvo fuera del foco de interés de la neurociencia. En parte, porque parecía una cuestión trivial y también porque no se sabía cómo estudiar una habilidad que se generaba a partir de las interacciones entre personas.

Así que a lo largo de la primera mitad del siglo XX, las investigaciones se limitaban a observar qué ocurría en el cerebro de un individuo cuando pensaba y sentía, y se dejaba de lado cómo era posible que comprendiéramos las experiencias de los demás. La llamada “revolución afectiva” de comienzos del siglo XX consiguió, por fin, darle la vuelta a la tortilla. Tanto que ahora vivimos un verdadero boom de estudios centrados en esta capacidad.

“Hace relativamente poco que la gente ha tomado consciencia de la naturaleza no racional de los humanos. Han aparecido un sinfín de libros y de artículos muy influyentes que nos han hecho percatarnos de la importancia de la inteligencia emocional. Y ahora hay un interés creciente en las emociones, sobre todo en aquellas implicadas en el pensamiento moral y en la acción. De ahí, en buena medida, que en la última década se hayan publicado cientos de investigaciones centradas en la empatía”, explica Arcadi Navarro, investigador en biología evolutiva y director del Departamento de ciencias experimentales y de la salud de la Universidad Pompeu Fabra.

También, señala Claudia Wassmann, neurocientífica alemana procedente del Instituto Max Planck que ahora investiga en la Universidad de Navarra gracias a una beca Marie Curie, “tiene lógica que sea así por la situación en que vivimos, en un momento de crisis económica y de valores”.

En este sentido, para muchos científicos que se han propuesto desvelar los entresijos de la empatía, el interés no es meramente teórico. Aseguran que si podemos entender cómo funciona, seremos capaces de estimular comportamientos más empáticos y tal vez menos egoístas. Para el conocido sociólogo y economista norteamericano Jeremy Rifkin, autor de La civilización empática, esta capacidad ha sido el principal conductor del progreso humano y ha de seguir siendo así. “Necesitamos ser más empáticos si pretendemos que la especie sobreviva”, afirma rotundo.

De las neuronas espejo a la oxitocina

La primera pregunta que surge al pensar sobre la empatía es ¿hay algo en nuestra biología que, de la misma manera que ocurre con el lenguaje, nos prepare para ser empáticos? Porque quien más y quien menos, en general, todos somos algo empáticos. Muchos científicos han tratado de dar respuesta a esta cuestión.

A comienzos de la década de los 90, en un laboratorio de Parma, en Italia, un grupo de investigadores estaban estudiando el cerebro de un macaco cuando se percataron de algo que supondría un avance enorme en neurociencias y que muchos pensaron que respondía a ese enigma acerca de nuestra capacidad empática. Vieron que una célula nerviosa del cerebro del primate se activaba tanto cuando el animal agarraba un objeto como cuando veía a otro hacerlo. Era como si la mente del mono simulara las acciones que veía, de ahí que bautizaran a aquella célula como “neurona espejo”.

“¡Descubrieron la clave para entender la empatía!”, afirma Christian Keysers, investigador del Instituto de neurociencias de los Países Bajos y autor de The Empathic Brain (El cerebro empático). “Está claro que estas neuronas son esenciales para entender cómo leemos la mente de los demás y nos contagiamos de sus emociones. Y pueden explicar muchos de los misterios del comportamiento humano. Las neuronas espejo nos conectan con otras personas y un mal funcionamiento de estas células nerviosas nos llevan a una desconexión emocional de los demás, como le ocurre a los autistas”, afirma este entusiasta científico, que está convencido de que somos empáticos por naturaleza.

No obstante, para muchos neurocientíficos las neuronas espejo son sólo parte de la película. Es cierto que se activan cuando vemos a alguien llorar, por ejemplo, y que los autistas, a quienes este mecanismo espejo no les funciona del todo bien, tienen comportamientos poco empáticos, como también les ocurre a los psicópatas. Ahora bien, ¿les debemos a ella esta capacidad? Para Claudia Wassmann, actualmente en la Universidad de Navarra, la respuesta está clara: “Ni mucho menos es debido a ellas que automáticamente tenemos los mismos sentimientos que otros. De ser así  no habría diferencias de comportamiento entre los seres humanos y claramente hay gente muy empática y gente poco o nada empática. Es una cuestión cultural. Tras nacer, vamos aprendiendo a ser empáticos”.

¿Y si fuera una cuestión de hormonas? De la misma forma que se sabe que la oxitocina, conocida popularmente como la hormona del amor, es esencial para establecer lazos y vínculos con otras personas, ¿podría estar implicada en esta capacidad? Justo ahora Óscar Vilarroya, neurocientífico de la UAB, realiza un estudio para comprobar si la capacidad empática de las parejas respecto a bebés llorando cambia antes del embarazo, durante y después. Y qué papel desempeña la oxitocina.

¿Y qué hay de la genética? Porque desde 2008 numerosos laboratorios en todo el mundo se han lanzando a tratar de dar con el “gen de la empatía”. “Cualquier cosa que se puede medir es accesible por el método científico -explica Navarro-. Ahora bien, ¿cómo mides la empatía? ¿Hay alguna forma de obtener una medida real como tenemos de al diabetes tipo 1, por ejemplo? Si le pones a una persona un animal enfermo delante y le pides que lo toque, que lo acaricie, ¿es eso empatía? Es realmente difícil establecer la línea, carecemos de métodos para mesurar esta dimensión humana que no sean discutibles. Y hasta que no resolvamos esto no tiene ningún sentido echar mano de  la genética”.

¿Nacemos empáticos?

Entonces, ¿hay algo en nuestra biología que nos hace empáticos por naturaleza o, como defienden muchos, es una cuestión de aprendizaje cultural y de la misma manera que aprendemos a ir en bici, conforme crecemos adquirimos grados de empatía?

“Tenemos que venir preparados de serie por fuerza, porque un plátano no podrá nunca llegar a ser empático y nosotros sí -sentencia el investigador Arcadi Navarro-. Ahora bien, de ahí a decir que los humanos somos empáticos por naturaleza hay un buen trecho”. Lo que sí es cierto es que, apunta Navarro, al frente del Instituto de biología evolutiva (UPF-CSIC), hay algunas características en los seres humanos que nos hacen capaces en distintos grados de ser empáticos. Si tenemos que aprenderlas o ya las llevamos incorporadas de serie al nacer es para este investigador poco relevante.

“Nos caracterizamos [los seres humanos] por una coevolución clara entre naturaleza y aprendizaje, genes y ambiente. Hay muchas cosas para las que estamos programados para aprender [como el lenguaje]. Tal vez por eso los bebés son menos empáticos que una persona adulta”, apunta.

Algunos animales también parecen demostrar cierta empatía . Jean Decety, investigador de la Universidad de Chicago y uno de los expertos más prominentes en el estudio de la moral, la empatía y la conducta prosocial, realizó un experimento con ratas; colocó a un roedor atrapado en un tubo de plástico traslúcido de manera que el resto de sus compañeros pudieran verlo. Y estos, se lanzaban a intentar rescatar al animal atrapado, a pesar de que podían optar por ir a engullir chocolate, que les chifla. ¿Estaban siendo empáticas?

En cierta forma sí, dice Wassmann, que puntualiza que hay que distinguir diversos mecanismos dentro de la empatía. Desde el más básico que se activa al ver a otro, como cuando un bebé se pone a llorar porque ve a otro en pleno berrinche. Hasta otros más complejos, como el que nos permite identificarnos con otra persona, lo que le ocurre a las niñas pequeñas que se identifican con otras niñas pequeñas; o el que hace posible que comprendamos la situación de otra persona. Los dos primeros los compartimos con los animales, pero el tercer mecanismo es genuinamente humano. “Para poder desarrollar una conducta completamente empática, necesitas el córtex prefrontal, el cerebro social, propio de las personas”, apunta esta investigadora.

De hecho, una de las teorías neurocientíficas con más peso señala que nuestro cerebro social, ese del que habla Wassmann, se formó hace unos 3,5 millones de años, cuando salimos de la selva y empezamos a necesitar una mente más compleja que nos permitiera justamente pensar en los demás, en nuestros congéneres. Ser empáticos para sobrevivir.

“Hay una hipótesis que usa una metáfora bíblica y afirma que debemos nuestro cerebro al hecho de que nos expulsaron del paraíso”, señala Òscar Vilarroya, impulsor de la Cátedra ‘El cerebro social’, de la UAB. En un momento determinado  nuestros antepasados se quedaron en la frontera entre la selva y la sabana y en esa situación era esencial la confianza en los demás miembros del grupo para poder avanzar, porque había innumerables peligros. “Era clave poder interpretar la conducta del otro y la empatía nos permitió desarrollar una herramienta de pensamiento social muy potente para entender qué pasa a tu alrededor y actuar en tu beneficio o el de los tuyos”, apunta.

Un mundo mejor

¿Y si pudiéramos enseñar a la gente a ser más empática? “Nos iría todo mucho mejor”, bromea Wassmann y explica que en Alemania ya desde la guardería tratan de educar a los niños en esta cualidad como también hacen aquí en nuestro país las escuelas que aplican educación emocional. Otra alemana, Tania Singer, va mucho más allá. No sólo está convencida de que podemos potenciar la empatía sino estimular la compasión en la sociedad. Y afirma, sin miedo a parecer utópica, que así conseguiremos un mundo mejor.

Singer es investigadora del Instituto Max Planck de neurociencias cognitivas en Lepizig (Alemania) y está considerada una de las neurocientíficas sociales más influyentes, pionera en el estudio de la empatía. En 2004, mientras investigaba en el University College London (UCL) publicó en la revista Science los resultados de una investigación que había realizado con parejas para ver qué ocurre cuando vemos a alguien que amamos sufrir. Colocaba a las personas una frente a la otra y mientras a una le daba una pequeña descarga eléctrica en la mano, escaneaba el cerebro de la otra.

Fue así como vio que se activaban diversas áreas en el cerebro relacionadas con el dolor y con las percepciones, como el córtex sensoriomotor y la ínsula. Y para su sorpresa, también algunas de las que te hacen exclamar “¡Ay!” cuando eso mismo te ocurre a ti. “Ese solapamiento es la raíz de la empatía”, aseguraba Singer. Esta neurocientífica ahora se ha embarcado en el estudio de la compasión, un concepto que aunque a menudo se suele usar como sinónimo de empatía, va un poco más allá. Para ello, ha escaneado el cerebro de un monje budista a quien pidió que se centrara en sentimientos de compasión. Descubrió sorprendida que se activaban aquellas áreas relacionadas con el amor romántico o la recompensa, como el núcleo accumbens o el estriado ventral.

Singer volvió a repetir la prueba y esta vez pidió al budista que se centrara en algo más concreto y este pensó en los niños de un orfanato de Romanía que había visto en un documental. Entonces en su cerebro se activaron las mismas áreas que identificadas en estudios anteriores sobre empatía. Si podemos llegar a entender qué ocurre, podemos fomentarlo, asegura esta investigadora, quien también usa videojuegos en los que confronta a un grupo de voluntarios con situaciones en que deben mostrarse empáticos para observar todas sus reacciones en el cerebro.

Y de momento ya ha visto que se activan dos patrones bien diferenciados: o bien un sentimiento vinculado a la dopamina y a los circuitos de recompensa del cerebro. O bien la llamada “red de afiliación”, que entre en funcionamiento al ver la foto de tu hijo o tu pareja, y en la que están implicados la oxitocina y algunos opiáceos.

Ahora Singer, que ha participado en el Foro Económico Mundial de Davos para hablar sobre una economía protectora basada en la cooperación y la compasión en lugar de en sólo la competición, estudia si mediante actividades como la meditación es posible fomentar la empatía y la compasión. Si conseguimos entender esta característica humana y entrenarla, insiste, seguramente podremos conseguir una sociedad mejor.

 

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