Tras el último sueño de Darwin

Existen aún numerosos episodios oscuros en la historia del ser humano. Ahora un grupo internacional de científicos han recuperado una vieja idea del naturalista inglés, padre de la teoría de la evolución, y pretenden resolver esos misterios y crear un árbol genealógico completo de la humanidad. Sus dos herramientas para conseguirlo: genes y lenguas.

(Reportaje publicado en la revista QUO México del mes de octubre de 2014) 

Captura de pantalla 2014-10-24 a las 10.41.17

Léelo en PDF: Tras el último sueño de Darwin

Poco podía imaginarse aquel joven de 21 años, aspirante a párroco y naturalista consumado, que aquel viaje cambiaría no sólo su vida, sino la historia de la humanidad. Entonces corría 1831 y Charles Darwin había conseguido hacerse un hueco a bordo del bergantín Beagle que, capitaneado por el oficial inglés Robert Fitzroy, estaba a punto de partir hacia América del Sur con la misión de cartografiar la región de Tierra del Fuego.

Cinco años duró aquella expedición durante los cuales Darwin realizó observaciones y tomó muestras de especímenes biológicos, primero en Mendoza (Argentina) y más tarde en Tierra del Fuego, la Patagonia y las Islas Galápagos. Aquello le fue dando pistas y despertando ideas con las que, de vuelta en Inglaterra, años más tarde, acabaría enunciando la teoría que conmocionaría al mundo entero, El origen de las especies (1859). Con ella, Darwin modificaría radicalmente la visión del ser humano moderno; revolucionaría la historia del pensamiento; haría tambalear los cimientos de la propia Iglesia; y sentaría las bases de la biología moderna.

En aquel tratado, afirmaba que vivimos en un mundo en constante mutación, sometido a las leyes del azar en el que imperan las reglas de la selección natural, el mecanismo fundamental del cambio evolutivo que escoge constantemente entre la variabilidad genética preexistente aquellos individuos mejor adaptados al medio ambiente en el que viven.

No era, sin embargo, la única idea pionera y también polémica que contenía su trabajo. En sus páginas Darwin afirmaba que “si pudiéramos trazar un árbol genealógico perfecto de las lenguas humanas, entonces dispondríamos del mejor árbol genealógico posible de la humanidad”, recuerda Guido Barbujani, uno de los principales expertos mundiales en genética de poblaciones, investigador del Departamento de ciencias de la vida y biotecnología de la Universidad de Ferrara (Italia).

Y aunque a priori pueda parecer que genes y lenguas no tienen nada que ver, de hecho están estrechamente relacionados: ambos son un reflejo exacto de la historia demográfica del ser humano. “Las migraciones que se han producido, las relaciones entre grupos de humanos, las guerras, las colonizaciones, todo eso se puede leer en los genes y también en las lenguas”, explica Jaume Bertranpetit, catedrático de biología en la Universidad Pompeu Fabra (Barcelona) y director y líder de grupo de la Unidad de biología evolutiva de esta universidad.

Desde que Darwin enunció esta idea, se han producido numerosos intentos de comprobar su hipótesis, el último hace apenas 30 años. Sin embargo, todos ellos se han resuelto infructuosos. Ahora, de nuevo, un grupo internacional y multidisciplinar de científicos y lingüistas de las universidades de York, Ferrara y Bolonia, se han propuesto recuperar ese viejo último sueño del naturalista e intentar trazar el árbol genealógico completo de la humanidad en el que genes y lenguas supuestamente deberán encajar. Han bautizado al proyecto como LanGeLin, el acrónimo en inglés de linajes de lenguas y genes, y han obtenido una ERC, la beca más prestigiosa que otorga el Consejo Europeo de Investigación a la excelencia en ciencia para llevarlo a cabo.

Así, hasta noviembre de 2017 intentarán no sólo resolver la pregunta que Darwin planteaba en El origen de las especies sobre si la transmisión cultural y la diferenciación de las lenguas a lo largo de la historia de la humanidad se corresponde con la transmisión biológica y la diferenciación de los caracteres genéticos que definen las poblaciones en el mundo. Sino que también intentarán esclarecer algunos capítulos aún oscuros de la historia de la humanidad. ¿Lo conseguirán?

Lo que genes y lenguas cuentan

“Por largo tiempo, desde la antropología pensamos que la historia era muy simple. Que salíamos fuera de África, que se produjeron una serie de colonizaciones en Asia primero y más tarde en Europa, y eventualmente hacia las Américas. No obstante, a medida que vamos teniendo más datos, vemos que la historia de la humanidad es infinitamente mucho más compleja. Seguramente, algunas poblaciones, tal como creíamos, salieron de África y emprendieron una migración hacia Asia, pero otras es probable que se quedaran por mucho tiempo atrás. Y que eso diera lugar a un mestizaje. Curiosamente, cuando vemos a estas poblaciones mestizas, por ejemplo, y analizamos su ADN, no logramos reconocer cuál es su origen más reciente”, plantea el investigador mexicano Hugo Reyes, paleoantropólogo del Centro Senckenberg para la Evolución Humana y Paleoambiental de la Universidad de Tübingen (Alemania).

Y es que aún quedan muchas preguntas abiertas respecto a la historia del ser humano. Sabemos que nuestros antepasados salieron de África y que fueron hacia Asia. Pero no tenemos detalles de esa migración. Hasta hace apenas cuatro años, por ejemplo, existía un consenso en la comunidad científica sobre nuestro origen africano y se creía que otras formas humanas de aspecto parecido al nuestro, como los neardentales, o el “hobbit”, apodo popular con que se denomina al Homo florensiensis, una pequeña criatura hallada en al isla de Flores (Indonesia), no pertenecían a nuestra genealogía. No obstante, estudios recientes -y polémicos- aseguran que se produjeron intercambios entre nuestra especie y estas otras dos.

“De ser así, parte del genoma neardental, e incluso del genoma de la recientemente descubierta nueva especie de Denisova deberían estar presentes en el ADN de algunos de los miembros de la especie humana. Vamos a hacer un esfuerzo para intentar entender si se produjo o no esta contribución y en qué proporción”, relata Barbujani, uno de los líderes principales del proyecto LanGeLin. Y añade: “Sólo la combinación de la genética y la lingüística, así como de los datos históricos y arqueológicos, nos pueden ayudar a construir la película general de la humanidad”. Y es que todo suma y se complementa.

Pero, ¿cómo la lingüística puede ayuda a la genética y al revés? Pues de muchas maneras. Para empezar, veamos qué nos explica la genética. “Es cierto que los genes cuentan cosas acerca de aquello que nos caracteriza, como si somos hombres o mujeres, rubios o morenos, altos o bajos. Pero lo más importante es que en nuestro genoma podemos leer nuestra historia, la historia de nuestros antepasados”, señala el profesor de genética de la Universidad de Leicester Mark Jobling. “Tu genoma es capaz de señalar de qué región del mundo procede tu familia”.

La mayoría de la información que utilizan los genetistas para rastrear nuestros orígenes procede de gente como ustedes o como yo, viva. Apenas hace falta tomar una muestra de saliva o un cabello para poder leer nuestro código genético. El problema es que para intentar saber más acerca del pasado lejano, el de los primeros ancestros, se necesita ADN de aquellos individuos para así establecer conexiones entre la población actual y la que vivió, pongamos por caso, hace 10.000 años.

“En este caso, solemos usar o bien métodos indirectos, porque no podemos tomar muestras de gente que ya no está. O bien, si hay suerte, encuentras restos que te permiten averiguar muchas cosas, como cuando se halló en España hace unos meses un esqueleto que databa de hace 7000 años, perteneciente a un hombre del Mesolítico. Sirvió para analizar por primera vez en la historia el genoma completo de un ser humano de este período”, explica Jobling.

No siempre estudian el genoma completo de un individuo, porque eso resulta un proceso muy costoso a todos los niveles. A veces, en función de lo que quieran hallar, se analizan determinadas partes, como el ADN mitocondrial que pasa de madre a hijos, “aunque eso sólo nos cuenta parte de la historia” puntualiza el paleoantropólogo Hugo Reyes.

¿Y qué tiene que ver el genoma con las lenguas? Para entenderlo, basta un ejemplo: una de las investigaciones que lideró Mark Jobling recientemente en Gran Bretaña. Se sabía que los vikingos hace unos 1200 años en sus incursiones por el mar del norte arribaron a esta isla. No obstante, se desconocía con certeza dónde habían estado o qué tipo de relación habían establecido con los habitantes de la zona. Para arrojar algo de luz sobre ese episodio, lo que hicieron Jobling y su equipo fue, en primer lugar, seleccionar aquellas regiones del país en que había toponimia claramente de origen escandinavo. Luego buscaron a individuos que tuvieran apellidos también de origen nórdico. ¿Por qué? Porque se sabe que estas expediciones de vikingos estaban formadas por hombres y en el Reino Unido, como en muchos otros países, el primer apellido de las personas corresponde al del padre. ¿Se habrían mezclado los vikingos con las primeras mujeres inglesas?

Una vez localizados zonas e individuos, tomaron muestras de saliva de estas personas y analizaron el cromosoma Y, que determina el sexo masculino. “Pretendíamos encontrar zonas en Gran Bretaña en que el cromosoma Y fuera más típico de personas escandinavas que británicas”, explica este experto en genética de poblaciones. Fue así como descubrieron que había ingleses con sangre vikinga. “Pudimos averiguar que grupos de escandinavos, hombres, se asentaron en la isla, se relacionaron con mujeres de la población autóctona y pasaron sus genes además de algunos elementos culturales. Hemos arrojado luz sobre un episodio de la historia británica”, explica orgulloso este investigador británico.

Otro ejemplo curioso en que se pone de manifiesto la relación entre la historia de las poblaciones y la lengua es Hungría. Curiosamente, en este país del este de Europa se habla un idioma que no tiene absolutamente nada que ver con los de los países vecinos y en cambio, está emparentado con el finlandés. ¿Curioso, no les parece? Con lo lejos que están ambos países y lo poco que se parecen física y culturalmente sus habitantes.

Paradójicamente, por registros históricos, se sabe, además, que no siempre fue así y que hace mucho tiempo hablaban un idioma procedente de la familia de lenguas eslavas de alrededor, como el búlgaro. Gracias a los libros de historia, los lingüistas sabían que los Mongoles habían visitado en varias ocasiones a los húngaros, pero desconocían qué tipo de relación se había establecido entre ellos. ¿Tal vez lograron imponer su lengua y que los húngaros perdieran la suya, como pasó también en Irlanda con el gaélico, reemplazado por el inglés de sus vecinos? ¿Se mezclaron con la población o el imperio de Gengis Khan sólo la conquistó y dominó?

Para dar respuestas a estas preguntas, se realizó en primer lugar un análisis genético de varios individuos de la población húngara que reveló que, genéticamente, eran muy similares a sus vecinos eslavos y que apenas tenían sangre mongola en sus venas. Entonces, ¿por qué los húngaros hablan una lengua procedente del mongol? “En este caso, los Mongoles llegaron a la región y a pesar de que dominaron a la sociedad autóctona no se mezclaron con ella”, explica Brigitte Pakendorf, científica sénior en el Centre nacional de la recherche scientifique (CNRS), profesora de la Universidad de Lyon, y experta en antropología molecular y lingüística.

Primeros intentos

Darwin intuyó a la perfección esa relación entre genes y lenguas, de ahí su hipótesis. Y desde que la enunció, han sido muchos los que han intentado demostrarla. El principal escollo para conseguirlo ha sido lingüístico. Porque, ¿cómo trazar una genealogía de las lenguas habladas en la Tierra? Uno de los primeros en probarlo fue el lingüista alemán August Scheicher a mediados del siglo XIX, quien dibujó los primeros árboles genealógicos de las lenguas indoeuropeas. Lo hizo a mano y siguiendo su intuición; de esta forma fue tratando de esclarecer las diferencias entre diversas ramas. “Son árboles fascinantes de ver como imágenes –señala el lingüista italiano Pino Longobardi, impulsor de LanGeLin y profesor de la universidad británica de York-, pero carecen de cualquier fondo científico, estadístico. De hecho, desde Scheicher ningún otro lingüista ha vuelto a elaborar árboles de lenguas así”.

A finales de los años 80 en Estados Unidos, se retomó de nuevo esta idea de forma seria. Dos grupos de investigación, uno en la Universidad de Stanford, en California, liderado por el genetista italiano Luca Cavalli Sforza, y otro en Nueva York, en la Stone Brook University, con Robert Sokal a la cabeza, comenzaron a trabajar en la idea de crear árboles filogenéticos o evolutivos y poder establecer una clasificación de la población, con la intención de ver si éste se correspondía con la transmisión de lenguas, un fenómeno cultural y no genético. Existía mucha rivalidad entre ambos grupos que, como recuerda Guido Barbujani, quien en aquella época investigaba en el laboratorio de Sokal, se enfrentaban a menudo para ver cuál de los dos lo conseguía primero.

El escollo principal contra el que chocaron ambos grupos era que, si bien las herramientas biológicas para clasificar las poblaciones humanas habían experimentado un progreso sustancial -en buena medida gracias a las sugerencias pioneras de Cavalli-Sforza de los años 50 y 60 que condujeron al desarrollo de la antropología molecular y la genómica-, en lingüística no se había producido ningún avance comparable. De manera que no disponían de ningún método científico para clasificar lenguas distantes y reconstruir así familias de idiomas.

Hasta entonces, se había usado un método muy rudimentario que comparaba palabras que sonaban parecido. Por ejemplo, se tomaba much, en inglés, y mucho en español. Se veía que ambas significan lo mismo y que sonaban parecido y se establecía que procedían del mismo ancestro. Sin embargo, etimológicamente se sabe tienen orígenes muy distintos. El método no funcionaba. Un lingüista americano de Stanford, colega de Cavalli-Sforza, Joseph Greenberg, fue un paso más allá: tomaba listas de significados y comprobaba su expresión en distintos idiomas a la vez, intentando hallar un ancestro común. Se fijaba en conceptos que, en principio, se mantienen constantes en el tiempo, como mamá, oreja, árbol. Y buscaba ver cómo se decían en una treintena de lenguas.

“Esta aproximación de Greenberg fue muy polémica –indica Brigitte Pakendorf, de la Universidad de Lyon- porque buscaba parentesco entre las lenguas basándose simplemente en la similitud de sonido. Pero son falsas semejanzas”. Este lingüista americano también defendía que las lenguas no eran sólo colecciones de palabras, sino también reglas de gramática, de sintaxis, que juntan palabras con un sentido en una grase. Sin embargo, la comunidad de lingüistas estaba en completo desacuerdo con los criterios usados por Greenberg en lo que a clasificación de lenguas respectaba. De tal manera que, finalmente, el proyecto quedó en un cajón, archivado hasta hace apenas unos meses, cuando Pino Longobardi decidió desempolvarlo.¿Por qué ahora?

 

Matemáticamente probado

En la última década, los lingüistas han tomado prestados los programas computacionales de la bioestadística para establecer clasificaciones. Han estudiado los métodos matemáticos estadísticos de los genetistas y los han comenzado a aplicar a las lenguas. “Ahora es un momento excepcional para intentar comprobar la hipótesis de Darwin –considera Longobardi, impulsor del proyecto-. Por un lado, en biología ha habido un aumento impresionante de la información disponible del genoma humano, además de una mejora radical de los métodos bioestadísticos para describir e interpretar la diversidad que encontramos en el ADN. Además, existen bases de datos ingentes, públicas, accesibles. Y por otro lado, ahora la lingüística imita a la biología y es capaz de desarrollar un método estadístico”

La idea base, que bebe de la teoría enunciada por Noam Chomsky, científico y experto en lingüística del MIT, es que hay una gramática universal de fondo a todas las lenguas y que incluso la variación gramatical entre distintos idiomas está limitada por principios estrictos. A partir de aquí muchos lingüistas han desarrollado la hipótesis de que todas las diferencias gramaticales y reglas que cambian de una lengua a otra puedan reducirse a opciones binarias, que se denominan “parámetros sintácticos”. Si hay opciones binarias, parámetros que podemos encontrar en todas las lenguas, entonces podemos compararlas y encontrar la distancia entre ambas.

“Si seguimos a nuestros colegas de biología y aplicamos los descubrimientos de la ciencia teórica podemos usar un tipo de datos cuyos parámetros sean muy similares a los que se usan para analizar el ADN”, explica Longobardi. Y eso es justamente lo que ha hecho este lingüista, al frente de LanGeLin: ha diseñado un método matemático objetivo, que no se basa en la intuición del lingüista, sino en parámetros para establecer comparaciones entre lenguas.

“Queremos usar la información lingüística para averiguar la historia genética de la gente, las migraciones, sus movimientos, los contactos que tuvieron, lo aislados que estaban y a la vez queremos usar la información genética biológica para entender mejor la relación entre lenguas”, apunta Barbujani, también líder del proyecto.

Y de hecho, ya se han puesto manos a la obra. Han escogido una serie de poblaciones interesantes desde el punto de vista genético y lingüístico, que aún hablan lenguas nativas y que han estado bastante aisladas y ajenas a las migraciones. No irán, claro, ni a Buenos Aires, ni a París o Nueva York, donde la mezcla de gente es evidente, sino que se adentrarán en lugares recónditos del planeta para encontrar pequeñas poblaciones. Por ejemplo, en Europa tomarán muestras del País Vasco, una región en el norte de España que conserva una idiosincrasia y una lengua propias, radicalmente distintas a las zonas vecinas. En Latinoamérica, irán al centro de Brasil, también a Chila y Colombia, y en México buscarán a la población maya.

“Cuando hablamos de población indígena, muchas veces se habla de historia de mestizaje. En México, por ejemplo, tenemos poblaciones indígenas que por fenotipo, esto es color de piel, rasgos de la cara, son indígenas, pero que al mirar su genoma se ve claramente que hay un mestizaje debido a la colonización española y otras. Esto puede ser difícil de interpretar cuando tenemos que hacer un árbol genealógico o entender las migraciones que se han producido”, destaca el investigador mexicano Hugo Reyes.

Uno de los problemas con los que ya se ha topado el proyecto son las comunidades de indios nativos de Estados Unidos y Canadá, que no permiten que se tomen muestras biológicas, lo mismo que ocurre en la India, aunque en aquel caso el obstáculo se puede sortear porque ya hay una abundancia de datos sobre los hablantes de hindi en literatura científica. “Es una lástima porque los indios nativos de estos dos países tienen un montón de problemas lingüísticos interesantes y no podremos analizarlos”, se lamenta Barbujani.

En cuanto a las lenguas, los lingüistas del proyecto han elaborado cuestionarios que darán a estos hablantes nativos para que construyan frases con cierto significado. A partir de ahí extraerán los valores para los parámetros sintácticos de cada lengua. Evidentemente, nada es tan fácil como parece. Tendrán que enfrentarse a mil y un problemas que pueden romper esa correlación que sobre papel parece tan perfecta entre lenguas y genes.

Por ejemplo, en Burkina Faso, en África, las mujeres de una comunidad o de un clan se casan con hombres de otras comunidades que tienen lenguas diferentes. En este caso, si analizáramos el ADN mitocondrial, el que transmiten las madres a los hijos, nos daría una información que estaría en contradicción con la información lingüística.

 

Quiénes somos y de dónde venimos

¿Por qué ahora debería tener éxito este proyecto? En primer lugar, por los avances increíbles en genómica. En segundo lugar, porque ahora los lingüistas disponen de un método matemático muy similar al usado para estudiar ADN. En tercer lugar porque ahora podemos hacer simulaciones por ordenador, algo realmente complicado hace 20 años. De hecho, al final de este proyecto esperan poder recrear computacionalmente los principales procesos de población. “Al final si tenemos éxito seremos capaces de ir más allá de lo que Darwin esperaba, porque no sólo dibujaremos un árbol, sino que además seremos capaces de cuantificarlo”, afirma Barbujani.

Otra de las cosas interesantes, plantea Jaume Bertranpetit, será intentar ver si la diferenciación lingüística, por ejemplo, ha ayudado a la diferenciación genética y pone como ejemplo el caso del País Vasco, en España, con una lengua propia completamente distinta de las lenguas románicas que se hablan en las zonas vecinas. “Si no hablas euskera tienes muchas menos probabilidades de ligar con una vasca auténtica. El apareamiento no es al azar entre la gente que vive en Euskadi. Aquellos que hablan vasco tienen una probabilidad más alta de aparearse entre ellos que con una persona que viene de fuera. En este caso, se refuerza la correlación entre lenguas y genes”.

Habrá que esperar hasta el 2017 para ver si estos científicos se salen con la suya y consiguen cumplir este último sueño del naturalista inglés. En el fondo, se trata de contestar a una de las inquietudes más universales del ser humano: quiénes somos y de dónde venimos. “Vamos a obtener la mejor foto y más completa posible del pasado”, asegura el experto en genética de poblaciones Guido Barbujani. Habrá que creerle.

(Despieces)

¡Dame un chasquido!

Brigitte Pakendorf es una especialista en genética de poblaciones y en lingüística. Tal vez porque ella nació en África, ha desarrollado varios proyectos de investigación en este continente. Uno de los casos más curiosos que ha estudiado tiene que ver con chasquidos, mujeres zulu y suegros. Lo que leen. En el sur de este continente se hablan las llamadas lenguas khoisan, una serie de idiomas que como cosa especial emplean clicks o chasquidos. Aunque no son las más extendida en África, ese lugar lo ocupan las lenguas Bantu, que carecen de este peculiar sonido “click”.

Sin embargo, en algunas regiones los hablantes de las lenguas Bantu han adoptado unas pocas palabras que contienen estos ruiditos hechos con la lengua. Pakendorf junto a un equipo multidisciplinar de investigadores estudió estos idiomas y sus chasquidos, e hizo un estudio genético de aquellas poblaciones. Fue así como descubrió algo bien singular: los ancestros de algunas comunidades Bantu, como los zulús, habían interactuado con los khoisan. “Seguramente se casaron con sus mujeres”, indica Pakendorf.

Curiosamente, las mujeres tenían prohibido pronunciar los sonidos que formaban el nombre de su suegro. De manera que si éste se llamaba León Sorong, ellas no podía pronunciar ninguno de esos sonidos; no podían decir ni le, ni on, ni so ni ron. Por tanto, una palabra como, pongamos por caso, lectura, que lleva le, tendrían que modificarla para que sonara distinto. Y una forma de hacerlo es usando un chasquido en lugar de “le”. “Esa es la explicación de por qué el zulú, una lengua Bantu, tomó prestado el chasquido de las lenguas khoisan”. El análisis genético de muestras de individuos de comunidades khoisan mostró que el ADN mitocondrial, el que pasa de madres a hijos, era propio de las sociedades que hablaban bantu.

Deja un comentario