Malaspina, tras el oro azul

Unos 400 investigadores surcaron el planeta durante un año a bordo de dos buques con una ambiciosa misión: explorar el océano. Formaban parte del mayor proyecto oceanográfico español de todos los tiempos, Malaspina 2010. Ahora, tres años después de aquella expedición, comienzan a publicar los primeros resultados de sus estudios.

Fotos: Joan Costa /CSIC

Fotos: Joan Costa /CSIC

Este reportaje está publicado en la web del Magazine de La Vanguardia en versión multimedia, con galería de fotos, entrevistas en formato audio de los investigadores y una galería de fotos. Puedes echarle un vistazo aquí Océanos llenos de vida y si te gusta, compartirlo en redes sociales. Los clicks en las ediciones digitales de los diarios cuentan y mucho 😀 He disfrutado muchísimo escribiendo este reportaje. El tema me parecía fascinante, por la parte de aventura, de científicos a bordo de dos barcos circunnavegando el planeta, como Darwin y el Beagle o Shackleton y el Endurance. Pero sobre todo por la parte de exploración de esas aguas abisales, hasta ahora misteriosas, habitadas por desconocidos organismos que pueden tener la llave para nuestra subsistencia como especie. Las fotos son del fotoperiodista Joan Costa, simplemente espectaculares.

Por razones de espacio, el texto que envié al suplemento se tuvo que cortar. Como en este blog no hay limitaciones de espacio, me permito poner la versión extendida, tal como la envié, con unos cuantos miles de caracteres más.

 

Océanos llenos de vida

 

* El proyecto tomaba su nombre del marino italiano Alejandro Malaspina, que fue capitán de fragata de la Real Armada Española. En julio de 1789, este hombre de mar dirigió la primera expedición española de circunnavegación, partiendo también de Cádiz, a donde retornaron cinco años más tarde.

*Los buques Hespérides y Samiento de Gamboa recorrieron 42.000 millas náuticas. Tomaron muestras en 313 puntos repartidos por todo el planeta, a profundidades de hasta 6000 metros.

*Con un presupuesto total de 6 millones de euros, más el coste de los buques usados en la circunnavegación, es el mayor proyecto interdisciplinar que se ha hecho sobre cambio global.

*La oceanografía española jamás había liderado un proyecto con una dimensión internacional con este calibre, con más de 18 países implicados.

Si una cosa tienen los científicos, además de una curiosidad superlativa, es paciencia. ¿Cómo si no iban a diseñar misiones que tardan hasta 10 años en poder comenzar a desarrollarse? Es el caso de Rosetta y la Agencia Espacial Europea (ESA). El pasado 12 de noviembre medio planeta amanecía pendiente de esta sonda. Se esperaba que aquel día un pequeño módulo llamado Philae se separara de la nave con éxito y consiguiera aterrizar sobre un cometa, el 67P. ¡Y lo hizo! Una extraordinaria hazaña en la historia de la exploración espacial y de la ciencia.

La de Rosetta es una de las muchas misiones con las que tratamos de investigar el firmamento; para ello, cada vez disponemos de instrumentos y tecnologías más sofisticados que nos permiten desde realizar el seguimiento de asteroides y de tormentas solares, hasta captar supernovas, saber la pinta que tiene Marte; ver en tiempo real la formación de nuevas lunas en los anillos de Saturno, o detectar si hay vapor de agua y CO₂ en exoplanetas lejanos.

Y sin embargo, sabemos muy poco, por no decir nada, de algunas partes de nuestro propio planeta. “Resulta una gran paradoja. Tenemos instrumentos para explorar Marte o un cometa, pero no para adentrarnos en el océano”, se lamenta Carlos Duarte, que tras una breve pausa, algo apesadumbrado, prosigue: “Es curioso porque a la gente le fascina la posibilidad remota de llegar a descubrir mares en algún planeta lejano. En cambio, nuestros océanos, ¡que sabemos a ciencia cierta que existen!, ni tan siquiera los hemos explorado”.

Razón no le falta a este investigador, uno de los oceanógrafos más prestigiosos del mundo, profesor de investigación del CSIC en el Instituto Mediterráneo de Estudios Avanzados (IMEDEA), ubicado en las Baleares, y director del Oceans Institute, vinculado a la Universidad de Western Australia.

Otro peso pesado de la oceanografía, Pep Gasol, del Instituto de Ciencias del Mar (ICM-CSIC) respalda a Duarte poniendo un ejemplo que demuestra cuán desconocido es el océano: hasta 1986 no se descubrió cuál es el organismo más abundante que habita en él. “Lo encontró la bióloga oceanográfica norteamericana Sallie W Chisholm, investigadora del MIT. Y resulta un hallazgo tan sorprendente como si ahora llegara alguien y te dijera que ha descubierto cuál es el animal dominante en una selva tropical”.

Y eso que, por el momento, y hasta que algún astrofísico no demuestre lo contrario, el agua que recubre tres cuartas partes de la Tierra es el hecho diferencial de nuestro planeta, llamado ‘azul’, respecto a los más de 400 que se han identificado. Alberga el mayor ecosistema del mundo y es un reservorio de la biodiversidad. Fue la cuna de la vida y es la clave, aseguran Duarte y Gasol, para nuestra supervivencia futura “porque contiene los recursos que cada vez encontramos en menor cantidad en la Tierra”. Es más, el 50% del oxígeno que respiramos está producido por microorganismos que habitan el océano, las algas fotosintéticas.

“No somos conscientes de ello tal vez, pero estamos atravesando un momento muy difícil para la historia de la humanidad. Nos estamos acercando a la capacidad de carga del planeta, esto el número máximo de humanos que pueden vivir en él, porque los recursos no son infinitos. Se estima que ese límite se sitúa en torno a 9000 millones de personas, cifra a que vamos a llegar en 2050, un cuello de botella que impone límites sobre todo a la hora de generar alimentos de forma sostenible para seguir alimentando a esa población”, expone Duarte, que añade que “hasta ahora hemos vivido de espalda al océano y no hemos aprendido a usarlo como fuente de recursos sostenibles. Pero eso tiene que cambiar si queremos subsistir como especie”.

 

La vuelta al mundo en 11 meses

Y eso es lo que, en buena medida, persigue la expedición Malaspina 2010, el que es seguramente el mayor proyecto científico oceanográfico español de todos los tiempos y uno de los más importantes internacionalmente: dejar de dar la espalda al océano, arrojar luz sobre su funcionamiento, sobre su biodiversidad y sobre los efectos en él del cambio climático. Dirigido por el Consejo Superior de Investigaciones científicas (CSIC) y liderado por Carlos Duarte, esta misión arrancó en 2010 con un viaje de circunnavegación que duró un año.

Durante ese tiempo, dos buques de investigación oceanográfica, el Hespérides –perteneciente a la Armada Española- y el Sarmiento de Gamboa –del CSIC-, recorrieron los océanos de todo el globo tomando unas 200.000 muestras de atmósfera, agua, plancton, gases y microorganismos en más de 300 lugares; algunos de ellos eran casi vírgenes, lo que sumado a la gran duración de la expedición y sus ambiciosos objetivos hacía inevitable pensar en Darwin y Fitzroy a bordo del Beagle recorriendo el sur del continente americano; o en Shackleton y sus hombres, a la conquista del continente blanco en el Endurance.

“Estuvimos tomando muestras en lugares donde nunca antes se habían tomado. Y eso le añadía aventura a la misión”, recuerda emocionado el joven valenciano Guillem Salazar, estudiante de doctorado en el ICM-CSIC, quien participó en un tramo de la campaña a bordo del Hespérides. “Uno de los momentos más espectaculares del viaje fue tras un mes en alta mar, sin ver tierra, llegar al amanecer al puerto de Río de Janeiro, con los morros tapizados de vegetación dándonos la bienvenida. Todos corrimos a verlo a la cubierta. Era muy emocionante. Teníamos un poco la sensación de Colón al llegar a América”.

Tres años después de haber culminado la vuelta al mundo y de haber comenzado a estudiar y analizar las muestras tomadas, los científicos empiezan a tener una idea más clara sobre cómo funciona el océano global y cuál es su estado de salud. Han publicado ya los primeros resultados de sus investigaciones y aseguran que esto es solo el comienzo y que las muestras recogidas aportarán datos durante décadas.

“Este proyecto tendrá una huella importantísima en el desarrollo de las ciencias marinas a nivel internacional, desde luego –considera Carlos Duarte, principal impulsor de Malaspina 2010, llamada así en homenaje al marino italiano Alejando Malaspina, que comandó una expedición española de circunnavegación en 1789-. Nuestros estudios están aportando nuevo y valioso conocimiento científico que será una referencia para futuras investigaciones”.

Parte de ese nuevo conocimiento comenzó a desgranarse a mediados de setiembre en un congreso celebrado en la Residencia de Investigadores del CSIC, en Barcelona, donde se reunieron cerca de 80 expertos que participan en el proyecto. Muchos no se habían vuelto a ver desde que coincidieran en algún tramo de la expedición. Y había abrazos, risas y mucha complicidad, sobre todo entre los investigadores más jóvenes. “Fue una de las mejores cosas de la expedición, convivir con los compañeros. Se ha trabado mucha amistad entre nosotros”, asegura Paloma Carrillo de Albornoz, investigadora del CSIC y, además, la coordinadora y gestora de la expedición.

Aunque a simple vista pueda parecer trivial, es otro de los logros del proyecto y una de las principales inquietudes de Duarte al diseñar la misión; este oceanógrafo quería romper con esa manía tan española de trabajar en pequeños grupos, compitiendo unos con otros en lugar de cooperar. “Eso limita el avance de la ciencia”, asegura y explica que en Malaspina “queríamos crear masa crítica en un país donde era más fácil que un equipo de investigación en ciencias marinas cooperase con un grupo de Alemania o de Francia que con otro grupo de España. Pretendíamos poner en valor la importancia de la colaboración para el desarrollo de la ciencia de frontera, que, además, puede ayudarnos a comunicar mejor a la sociedad la enorme importancia de estudiar el océano”.

Y lo ha conseguido. En este proyecto han participado 250 investigadores españoles de 19 instituciones distintas del país, de los cuales unos 80 eran estudiantes de doctorado y máster; además, han tomado parte otros 16 centros extranjeros, entre los que estaba la NASA, la Agencia Espacial Europea y universidades como la de California o la de Washington.

 

De cambio climático al metagenoma oceánico

Uno de los principales resultados hechos públicos en el congreso de Barcelona tenía que ver sobre el impacto del cambio climático en el océano. Este ecosistema ejerce un papel básico en la regulación del clima del planeta y es el mayor sumidero de CO2 y otros contaminantes producidos por la actividad humana. Sin embargo, el conocimiento que se tenía era muy fragmentado y no permitía obtener una imagen de la situación global.

Los investigadores tomaron muestras en distintos puntos del océano con el objetivo de caracterizar tanto la abundancia como el ciclo de contaminantes, es decir, qué ocurre cuando pasan de la atmósfera al mar, si son absorbidos por el plancton marino y cómo de ahí pasan a las cadenas tróficas. Lamentablemente han constatado que la contaminación llega hasta las zonas más remotas del planeta. Han encontrado restos de plásticos y dioxinas en todas las muestras que han recogido. Aunque, eso sí, al parecer la salud de los mares es algo mejor de lo que esperaban antes de zarpar. “Sólo una expedición como Malaspina podía obtener estos resultados y evaluar la abundancia global de contaminación por plásticos”, resalta Duarte.

Aunque, tal vez, lo más interesante de Malaspina es que ha permitido un salto de gigante en la comprensión del océano global y, en particular, del llamado océano profundo, un completo desconocido hasta ahora para la ciencia. La mayoría de investigaciones oceanográficas se habían centrado en estudiar la ‘piel’ del mar, la capa expuesta a la luz solar que va de la superficie a unos 200 metros de profundidad, puesto que era lo más sencillo al poder tomar muestras fácilmente; además, existen satélites, como la misión de la Agencia Espacial Europea SMOS (por sus siglas en inglés, satélite de humedad terrestre y salinidad en los océanos) que permiten monitorizar esa capa y medir sus propiedades relevantes como la temperatura, la salinidad o el color, indicativo de la cantidad y tipo de plancton.

Ahora bien, más allá de esa profundidad resulta muy complicado estudiar este ecosistema, puesto que se requieren mayores recursos y tecnología. No obstante, la situación resulta cuanto menos paradójica, porque la profundidad media del océano es de casi 4000 metros y en algunos lugares llega a los 11.000. Y se sabe que el océano profundo, situado por debajo de los 3000 metros, comprende la mitad de la superficie del planeta. No estudiarlo sería como intentar hacer un estudio de los bosques del planeta y nos conformáramos con visitar cuatro o cinco puntos, sin visitar la selva amazónica, ni los bosques templados europeos ni la sabana africana.

De ahí también la importancia de que Malaspina 2010 se haya centrado justamente en el estudio de estas aguas abisales. “Se pensaba que a esas profundidades el océano era prácticamente un desierto. Y no es así. Hemos descubierto una biomasa de peces hasta 10 veces superior de la que esperábamos”, cuenta Pep Gasol, profesor de investigación del CSIC en el ICM.

Se trata de peces mesopelágicos, que tienen entre 5 y 20 cm de longitud, como el pez linterna, el pez dragón o el pez de luz, de una rareza que les confiere cierta belleza. Estos animales se esconden en capas de agua oscuras, en las que no penetra la luz, para huir de sus depredadores. Sólo de noche suben a la superficie para alimentarse y reciclan así nutrientes, lo que contribuye al buen funcionamiento del océano. “Son muy listos. Esquivan las redes que les lanzamos e incluso hemos visto que en las noches de luna llena tampoco suben a comer para evitar peligros”, añade Gasol.

Hasta ahora estos pececillos apenas se conocían puesto que resultan extremadamente difíciles de estudiar. En primer lugar, porque los investigadores suelen tomar muestras de día que es cuando están ocultos. Y segundo lugar, porque se requieren herramientas muy complejas para poder explorar esas profundidades. “Nosotros contábamos con unas sondas nuevas que funcionaban muy bien, gracias a las cuales pudimos detectarlos”, explica este investigador del ICM-CSIC.

El ansiado oro azul

Y no son los únicos habitantes de estas profundidades que los investigadores de Malaspina han conseguido atrapar. “¿Ves estos tubos?”, pregunta Duarte mostrando tres botecitos transparentes que, a ojos de un profano, parecen contener ‘sólo’ agua. “Reflejan un tesoro del siglo XXI, que no se cuenta en monedas, sino en gotas de agua y millones de microbios de los que esperamos aprender cómo han solucionado el problema de mantenerse vivos en condiciones muy difíciles, en oscuridad total, a grandes presiones y bajas temperaturas. Tal vez las soluciones que estos organismos han encontrado podremos usarlas para resolver nuestros problemas en salud humana, en alimentación, en energía, para crear nuevos fármacos y biocombustibles; e incluso para resolver problemas de contaminación ambiental”. Puede que alberguen la clave para nuestra subsistencia como especie.

Esos organismos a los que Duarte se refiere son invisibles al ojo humano. Virus, bacterias y protistas que habitan en ese océano profundo, en unas condiciones durísimas. Y subsisten. Seguramente, porque han ido aprendiendo cómo hacerlo con éxito a lo largo de millones de años de evolución. De ahí que sonsacarles sus secretos pudiera aportarnos a los seres humanos muchas pistas para solventar problemas nuestros en distintos ámbitos.

La primera dificultad con que se encuentran los microbiólogos marinos para poder estudiarlos es capturarlos. Para ello, en la expedición Malaspina emplearon una roseta hidrográfica, una especie de anillo rodeado de 23 botellas que podían abrir y cerrar desde el buque, con una capacidad cada una de 12 litros, que sumergían en el agua a unos 4000 metros de profundidad y que podían llenar individualmente en un proceso que duraba cerca de cinco horas. El segundo problema a que debían hacer frente es que no tenían ni idea de qué ‘bichos’ eran aquellos.

“El 50% de todas las especies que hay en los 240 litros de agua que obteníamos en cada muestreo son nuevas y en total puede haber unos 1010 microorganismos, ¡una cantidad enorme! No podemos distinguir de qué individuos se trata, porque no los conocemos. Pero sí podemos acceder a sus genes”, explica Gasol.

Para hacerlo más comprensible, este oceanógrafo realiza la siguiente comparación: “Es como si en una biblioteca, arrancáramos todas las hojas de todos los libros y las mezclásemos. Y entonces tomáramos una al azar y tratáramos de leerla. No sabríamos ni quién la ha escrito, ni a qué libro pertenece ni tampoco cómo sigue”. Pues eso es lo que les ocurre a ellos cuando tratan de estudiar los individuos que habitan el océano profundo, por lo que en lugar de obtener el genoma de un solo microorganismo, consiguen un metagenoma, una colección de genes de individuos distintos que pueden resultar muy valiosos y que a través del proyecto Malaspinomics, ya han comenzado a secuenciar.

“Nuestro trabajo consiste en ver de estos nuevos genes si podemos predecir para qué sirven -explica Duarte-. Si además de leerlos, somos capaces de usarlos para sintetizar proteínas y usarlas en procesos industriales, podremos aprovechar esa maquinaria biológica para nuestros propios objetivos”.

La leche sin lactosa es un buen ejemplo de ello. Para fabricarla se usan unas enzimas de unas bacterias que viven en zonas remotas del Ártico que son capaces de romper la lactosa, el azúcar a que tanta gente es intolerante. Otro ejemplo es el gen también oceánico que se usa para licuar maíz y producir biocombustibles.

“También la biomedicina tiene los ojos puestos en el metagenoma oceánico. Tienen esperanzas puestas en dar con soluciones para fabricar nuevos antibióticos, porque los que ahora tenemos generan resistencias. Sabemos que hay un montón de genes que sintetizan materia orgánica en lugar de a partir de la luz del sol, de reacciones de oxidoreducción, lo que nos puede dar una idea acerca de cómo generar nuevas formas de energía limpias”, señala Gasol.

Y las aplicaciones de estos genes no se detienen ahí; los científicos calculan que tienen un enorme valor y potencial en aplicaciones de biotecnología, en alimentación, en medicina e incluso en cosmética, donde hay mucho interés por parte de la industria en reemplazar los productos sintéticos, que contienen metales de los que se empieza a tener evidencia que pueden ser tóxicos, por otros naturales. La Unión Europea cuenta con una estrategia llamada Blue Economy para potenciar el uso de estos genes marinos y también China está intentando potenciar la economía asociada al océano.

Seguramente, en los próximos años Malaspina comenzará a revelar valiosa información acerca de esta maquinaria oceánica. De hecho, “sólo el gen que se usa para producir biocombustibles tiene un valor de mercado en derechos de propiedad intelectual de uso de la patente de 250 millones de dólares anuales, lo que supone unas 20 veces el coste de nuestro proyecto. Con que seamos capaces de encontrar dos o tres genes que tengan aplicaciones biotecnológicas, habremos compensando con creces los costes de la expedición”, considera Duarte.

Parte del estudio de esos genes tendrá que esperar. Muchas de las muestras se han tomado por duplicado y no se abrirán hasta dentro de 10 o 20 años en un intento de dejar a los futuros investigadores materia prima con que trabajar. De esta manera podrán tener un testigo de cómo era el océano y también, como lo más probable es que hayan desarrollado nuevas tecnologías más potentes, puedan secuenciar este metagenoma de forma más eficiente. Estas muestras embargadas están almacenadas en distintas sedes repartidas por la Península, en la Universidad de Cádiz, en el Instituto de Ciencias del Mar en Barcelona, en el Instituto de investigaciones marinas de Vigo y en el instituto de diagnóstico ambiental y estudios del agua, también del CSIC .

Para Duarte, “mi ambición es que dentro de unos años hayamos podido sentar un casto legado científico de interés para la ciencia y que Malaspina 2010 sea recordada como una expedición que propulsó el avance del conocimiento. Sólo el paso del tiempo juzgará realmente su importancia”

 

(despieces)

La vida a bordo

A juzgar por la cantidad de anécdotas que explican los investigadores y el cariño con que las recuerdan, mal no se lo debieron pasar, aunque eso sí, trabajaron muy duro, entre 14 y 16 horas, durante el tiempo en que estuvieron embarcados. Sin sábados ni domingos. Las comidas eran uno de los mejores momentos del día, puesto que era cuando muchos se reunían, charlaban, se relajaban. “El menú contribuye a que los días sean diferentes. Los domingos desayunamos churros y el bocata a media mañana es de jamón. Y los sábados, nos tomamos un pincho de vermú”, explica Duarte.

“Cuando me embarqué en esta expedición, no me podía imaginar, para nada, lo que era esto de estar un mes encerrado allí”, reconoce Salazar. “El trabajo a bordo es muy rutinario, porque prácticamente haces lo mismo cada día, ya que el objetivo es tomar datos de forma muy sistemática”, explica Paloma Carrillo, gestora del proyecto Malaspina. Había quienes se levantaban a las cuatro de la mañana para echar al agua una red que va entre la superficie y el aire, recolectando animales que viven en esa zona. Luego se sumergía una roseta hidrográfica que tardaba unas cuantas horas en bajar y otras tantas en subir. Había personas que se encargaban de ir registrando los datos físicos que enviaba esa roseta en tiempo real; otros se encargaban de tomar muestras.

“Desde que me levantaba hasta la hora de comer, me dedicaba a preparar las muestras. Usaba muchas botellas muy pequeñas que debía rellenar con cuidado para que no se produjeran burbujas. Luego las ponía a incubar, es decir, las metía en unos baños de agua durante 24 horas, porque hay organismos que viven en esas botellas, que respiran y producen oxígeno. Al día siguiente sacaba las botellas y medía el oxígeno, de manera que podía saber el metabolismo. Esos datos se cruzan con variables de temperatura, salinidad y nos ayuda a saber parte de la ecología del sistema”, explica Carrillo.

Esta investigadora, además de participar en la misión científica de Malaspina, se encargaba de coordinar el proyecto. Le tocaba, entre otras muchas cosas, pedir permisos a los países para realizar muestreos en sus aguas. “Pasamos por países que ni siquiera sabíamos que existían. Como cuando nos encontramos con Kiribati, situado está en el Pacífico, entre Samoa y Toga. Llamé al Ministerio de asuntos exteriores para que nos consiguieran el permiso y ni si quiera ellos sabían dónde estaba”, recuerda Carrillo de Albornoz.

Una de las anécdotas más divertidas del viaje, recuerdan, se produjo al llegar a Nueva Zelanda. A menudo, los países les ofrecían una recepción oficial y en este país austral, los maoríes salieron a su encuentro con cantos y bailes típicos. “Cuando acabaron nos pidieron que cantásemos nosotros. Nos quedamos helados. Se ve que era un protocolo y que para ellos era una cuestión de educación. Pero nosotros no lo sabíamos. Entonces, de repente, alguien se lanzó a cantar la Rianxeira y la mayoría le seguimos. Aunque sólo nos sabíamos el estribillo”, recuerda entre risas esta bióloga.

Otro momento divertido fue cuando repitieron día. La canadiense Sarah-Jeanne Royer cuenta que en el trayecto de Australia, Nueva Zelanda Hawai cruzaron la línea del día, la longitud 180. Eso les planteaba un problema porque el mismo día se repetía. “Era muy loco pero muy divertido. A nivel científico complicaba la toma de muestras por lo que al final nos tomamos el día de relax. Incluso nos hicimos una piscina en la zona en la que poníamos las botellas con muestras a incubar”.

 

Dile que la quieres

En pleno siglo XXI, estos científicos no estaban aislados del mundo, sino que contaban con conexión a Internet que les permitía mantener cierto contacto con la familia. “Hace 15 años cuando embarcábamos teníamos que hablar a través de la radio, enlazando con la guardia costera. Y se producían situaciones divertidas –recuerda Duarte, coordinador de Malaspina 2010-. A veces no entendías nada de lo que oías y era el propio operador de radio el que te decía ‘que dice que te quiere mucho y que te echa de menos’. Incluso acababa haciéndote de consultor sentimental y te hacía propuestas: ‘está preocupada, dile que la echas de menos también’”.

 

 

 

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